No
quiero tu piropo…
“La violación es el abuso sexual de uno o más
hombres sobre una mujer (…). El violador actúa sobre la mujer víctima elegida
para ejercer sobre ella, por medio de la fuerza física o de la coerción, el
poder sexista que el resto de los hombres tiene extendido, además de al cuerpo
físico de la mujer, a todas las áreas de la actividad humana
femenina”. Sau
Hoy, pensando en
las musarañas mientras me dirigía hacia el trabajo, recordé algo que me sucedió
hace alrededor de dos años. Felizmente una experiencia como esa no me ha vuelto
a ocurrir y espero que nunca más lo cual, si me pongo a pensarlo, bien es casi
una esperanza utópica.
Cursaba yo la
universidad y luego de concluir un turno de clases rezagado, me disponía a
regresar a mi casa. Eran casi las cinco de la tarde y, por consiguiente, sabía
que la parada de G y 27 debía estar atestada. La otra opción era ir caminando
pero preferí maltratarme, en primer lugar esperando una guagua y, en segundo
lugar abordándola.
Recuerdo hasta la
ropa que llevaba puesta: un pantalón de mezclilla azul oscuro, una blusa de
tirantes roja y una ballerinas. Recuerdo, incluso, el libro que me acompañaba
por aquel entonces: La ciudad y los perros, de Vargas Llosa. Me senté a
leer en un muro en compañía de quienes esperaban “pacientemente” avistar la
174, el P-2 o el P-16 (además de la 20 y la 27).
Particularmente
me encanta leer en la calle, así siento que el tiempo pasa más rápido, que
puedo aprovecharlo mejor. Gracias a años de práctica puedo desconectar del
ruido callejero y de las conversaciones ajenas para concentrarme totalmente en
lo que leo. Fue por esa razón que aquel día no noté cuando un tipo vestido de
negro se sentó a mi lado.
En realidad no lo
advertí al principio, mientras estaba tranquilo. Después de 5 minutos de haber llegado,
por alguna razón que solo atribuyo a una libido enfermiza, me roza fingiendo
descuido. En esto, por supuesto, si reparo y me desagrada sobremanera. No
porque el roce haya sido irrespetuoso o porque me haya parecido intencional,
sino porque desgraciadamente he aprendido a desconfiar de cada hombre. Desde el
que se sienta a tu lado en el cine hasta del que pide permiso para pasar en un
pasillo de guagua.
Pero de cualquier
manera, me digo, no es para tanto. Aquel hombre me pide disculpas y yo apago el
interruptor de alerta que ya se había disparado en mi cabeza. Sigo metida en
mis asuntos aunque pensando en lo paranoica que fui. Lamentablemente esa
intuición que a veces acierta tuvo toda la razón aquella tarde.
Lo que más me
sorprendió fue el descaro. A plena luz del día (porque fue en horario de
verano) y en medio de una parada atiborrada de personas el tipo me enseñaba
todo su miembro, erecto además.
En cuestión de
segundos procesé toda la información: estaba siendo agredida sexualmente (para
no decir lo que en realidad estaba pasando). Sin pensarlo dos veces me levanté
y me alejé todo lo que pude. Mi corazón latía horriblemente pero traté de
calmarme. Me di la vuelta esperando que el hombre se hubiera largado, sin
embargo me había seguido entre la gente. En esas condiciones ya estaba
preparada para gritar o lo que fuera, pero llegó una 174. Me monté
apresuradamente temiendo que también él lo hiciera. Se conformó con mirarme de
forma obscena y articular groserías que por suerte no alcancé escuchar.
No es fácil
explicar lo que una siente cuando le sucede algo parecido. En mi caso
particular fue miedo, asco y mucha vergüenza. Poco después me pregunté ¿por qué
me avergüenzo, cuál es mi falta? Fue en ese momento que una rabia descomunal,
de la que todavía hoy no logro deshacerme, se apoderó de mí. Entendí que había
sido víctima de una violación. Tal vez no de una forma totalmente física, pero
era una violación al fin y al cabo.
Después de eso me
quedaron muchas dudas y ansiedades. Me informé, vi documentales sobre el tema,
leí mucho. Finalmente aprendí que experiencias como la mía son en realidad la
punta de un iceberg enorme que engloba diversas maneras en las que ideal
machista continua reproduciéndose.
Lo más terrible
es que, en ocasiones, ni siquiera somos conscientes de que lo que sufrimos es
una AGRESIÓN, con todas las letras. Para algunas se trata de un hecho
desafortunado que algún “enfermo” protagonizó. Casi nunca se piensa como un
acto violento perpetrado por hombres totalmente normales, cuyo único pecado es
pensar en las mujeres como objetos de satisfacción de deseos.
Si además
incluimos en la lista de agresiones una práctica tan común en la sociedad
cubana actual como el piropo, podrán decir que es un pensamiento exagerado. Son
realmente pocas las personas que admiten que esta violencia erótica, como la
cataloga Marcela Lagarde, abarca cualquier aproximación erótica de un hombre
hacia una mujer, sin previo consentimiento. Esta implica un acto de violencia,
en tanto legitima la apropiación masculina sobre cuerpos y espacios femeninos.
Para el
feminismo, y estoy totalmente de acuerdo, la violación no se limita a la
relación sexual. Por el contrario, se considera violación todo acto de
irrupción sobre las mujeres. Las aproximaciones eróticas a nosotras, entre las
que se encuentran las miradas que desnudan, los piropos (desde los más
decentes, hasta los más groseros) y los manoseos, son prácticas agresivas que,
lamentablemente, en la cultura erótica dominante están naturalizadas. Algunas
congéneres, todavía hoy, se sienten complacidas cuando logran la reacción
erótica del otro, se sienten reconocidas por despertar el deseo de quien
supuestamente está en su derecho viril de aproximarse.
Desgraciadamente,
a pesar de esta diatriba y de pensar como pienso, debo convivir con hombres que
consideran que celebran mi belleza abordándome en plena calle. Estos son los
más respetuosos. Otros simplemente deciden regalarme erecciones, no sé si con
afán de agredirme o de tentarme.
A todos les devuelvo sus atenciones, no requeridas, y les digo sencillamente: NO QUIERO TU PIROPO, QUIERO TU RESPETO.
A todos les devuelvo sus atenciones, no requeridas, y les digo sencillamente: NO QUIERO TU PIROPO, QUIERO TU RESPETO.
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