Por
Adrián Rodríguez Chailloux
A veces la vida es una reverenda hija de puta. No hay otra
manera que pueda procesar el hecho de que una persona querida ya no esté junto
a nosotros. Hoy me levanto con la jodida noticia de que el profesor Oscar Loyola
no estará con nosotros. En esta mañana, que ya se convirtió en un asco, no
puedo hablar de ese Loyola profesor, porque nunca entré a ninguna de sus
clases. Sus clases, charlas, humor o ironías siempre las tuve fuera del
sacrosanto espacio de un salón de clases. Por suerte, desde que tengo uso de
razón, fue una persona que siempre estuvo en mi radar. Ahora mismo no sé si
porque él y mi mamá eran socios desde que eran estudiantes y lo siguieron
siendo por los años de los años. O porque a raíz de esa amistad, era del tipo
de gente que de repente se convertían en mis ti@s putativos, los cuáles aunque
no me vieran en millones de años siempre se preocupaban por mí y se tomaban la
atribución de regañarme o centrarme cuándo andaba de cabeza loca. O quizá, porque
el mundo conspiró para que su hija María Alexandra fuera mi primera socita en
la primaria y buenas trastadas que hicimos en la Guido. Con el tiempo mi madre
me confesó cada vez que los mandaban a buscar a la escuela, por algo que
hicimos o no, Loyola le decía: Ni te asombres que este karma lo tenemos que
pagar por lo mucho que jodimos en F y 3ra. Con el tiempo entro en la UH, no a
estudiar Historia, que supuestamente era lo que todos veían venir, sino otra
carrera y lo seguí disfrutando y aprendiendo de sus enseñanzas en cada espacio
de la facultad… No sé, son un millón de cosas que se me atragantan en las
neuronas y no hay manera que les dé un cauce sosegado. Por lo menos intento que
cada palabras rehúya de un panegírico lacrimógeno por alguien cercano que ya no
está. Por más que la noticia sea dolorosa, yo me quedo con el Loyola que vi
hace menos de un mes en mi último viaje a La Habana en L y 27 saliendo de una
reunión del Departamento de Historia y me dio tremenda alegría. El mismo que
estaba hablando con alguien y dejó una conversación atribulada sobre el
sindicato y acciones partidistas y me soltó sin medirse, después de un efusivo
saludo: ¿Niño, pero qué tú haces aquí? ¿De vacaciones? ¿Cómo deber estar la
Chailloux? Al mismo que le dije que parecía un niño en un hogar de ancianos y
me respondió con la ironía de siempre: Que él era el pepillo del Hogar de
Santovenia en que se había convertido el Departamento de Historia. Me resisto a
dejar que la tristeza me consuma cada vez que leo la noticia de que Loyola ya
no estará con nosotros, quiero seguir pensando que Oscar Loyola siempre me lo
encontraré en L y 27 o entrando en la facultad dispuesto a hacerme reír con su
humor e inteligencia y nunca nos abandonará. Yo, justo en este momento, me
quedo con eso…
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